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EL DÍA ES UN ATENTADO
La pulsión exhibicionista, el rechazo patológico a lo desconocido y una necesidad imperiosa de confort se encuentran en el bar de una esquina vigilada y alguien a kilómetros de distancia se enamora de su imagen pixelada.
Por Leandro Martinez Depietri
Poca novedad es decir que la relación entre los sistemas de vigilancia y el desarrollo neoliberal se acrecienta desde la caída de las Torres Gemelas en 2001. Ese derrumbe legitimó una intervención estatal sobre la vida privada de los ciudadanos que trastornó el habitar de la ciudad y modificó definitivamente la mirada sobre la urbe. Inevitablemente, surgieron prácticas resistentes desde la esfera artística, como las del colectivo Surveillance Camera Players en la propia Nueva York, que encontró en la performatividad un signo político de opacidad ante la imposición de la transparencia absoluta.
Ese régimen de visibilidad total se hace sentir en el contexto local en su continua expansión. Para el año 2013 en Buenos Aires, ya se estimaba la existencia de una cámara de vigilancia cada mil habitantes, todas ellas controladas por las Policías Federal o Metropolitana. Un número que también ha ido en aumento al amparo de sucesivos reclamos ciudadanos y en ausencia de políticas comprometidas para la reducción de las desigualdades sociales.
Aquellos dispositivos se perciben como una prótesis más del hombre en la construcción de una ficción de la seguridad. Impulsan una tendencia social al confort y a la deriva de las voluntades que nada quieren. Como los GPS y el Street View, contribuyen al despliegue de un mapeo virtual sobre el territorio que reduce tanto incertezas y peligros como sorpresas y descubrimientos azarosos. Prolongando la visión antropocéntrica del Renacimiento con la invención de la perspectiva, se presentan como un atisbo de omnisciencia en una suerte de desafío prometeico.
Nicolás Martella decide construir un archivo de imágenes a partir del registro de esta tecnología espía. Lo hace desde una preocupación ligada al medio fotográfico, heredero de aquella concepción burguesa de la mirada. ¿Para qué salir a cazar imágenes en la calle cuando dispone de un arsenal de cámaras dispuestas alrededor del mundo y con acceso directo desde su computadora? La realización de una captura de pantalla se transforma en el disparo fotográfico para el acercamiento a una realidad que se presenta ahora diferida.
Emprende el rescate de una producción de imágenes sin almacenamiento o destinada al desecho, continuando la lucha utópica del medio contra el olvido y actualizando el tópico del Tempus Fugit desde una perspectiva política. Si la práctica periodística realiza constantemente este procedimiento para dotar de imágenes de atracos y crueldades varias a la sección de policiales del diario, no es menor la búsqueda que hace Martella aquí como fotógrafo por un posible lirismo.
Cuando uno piensa en cámaras de vigilancia, tiende a dar por supuesta la hostilidad de las angulaciones picadas, el extrañamiento del ojo de pez, el tinte azulado y la distancia emocional. En cambio, las imágenes de Martella dan a pensar en tanto se revelan banales. Resultan imágenes próximas, recortes de la vida urbana y suburbana, tan cotidianas como alejadas de todo sensacionalismo.
Provienen de cámaras de acceso libre y sin contraseña, disponibles en la web para quien se adentre en su búsqueda y protegidas por la ley. Obligan entonces desde su excesiva accesibilidad a analizarlas como advertencia y tentación, entendiendo que hay un expreso deseo de que nos acerquemos a ellas. Funcionan como clave para que intuyamos que hay un material más atractivo que sí se encuentra codificado, un material que sí requiere de una clave para su acceso. A través de ellas, percibimos que nos pueden mirar mejor y más profundamente, que todo puede ser observado aunque nadie individualmente sea capaz de hacerlo. Sentimos allí el peso del panóptico contemporáneo.
Deleuze, en su Post-scriptum sobre las sociedades de control, define la transformación de época por la regulación a través de las cifras, la importancia de los signos en la manipulación del mercado. Lo que era la consigna para la sociedad disciplinaria descripta por Foucault, ahora lo es la contraseña para la sociedad de control. Permite el acceso al mundo privilegiado, a una pertenencia y a la red de comunicación, abarca hoy del cajero automático y la cuenta de correo electrónico al club VIP.
La propiedad privada se define así por un régimen de acceso, que se encuentra muy estrechamente ligado al régimen escópico. Hoy las imágenes electrónicas alcanzan una multiplicación infinita y se alzan más como habilitadoras de una experiencia social efímera que como fragmentos de una memoria que se torna inabarcable en el exceso.
En ese marco, Nicolás Martella hace el esfuerzo por extraer un imaginario subjetivo de las cámaras de vigilancia. Se acerca al dispositivo desde una experiencia de uso para la que no fue diseñado. Se trata de una perversión simple del aparato que se constituye como una invención para la cual tuvo que adoptar nuevos hábitos, comprometiendo su tiempo en una práctica ardua y prolongada. Atravesó un año entero de extensas observaciones con la espalda acorvada y el cuello tieso frente al monitor acechando virtualmente al instante fugitivo.
De este modo, pudo recuperar un conjunto de imágenes en el cual el dispositivo de vigilancia se revela en algunos sus absurdos y aparece como un producto terriblemente humano, que pierde ese pretendido halo de omnisciencia diabólica. En sus fotografías, quedan expuestas tanto las limitaciones del dispositivo como la belleza propia de todo gesto inútil. Especialmente cuando las imágenes conseguidas resaltan los colores del cielo, cómicas disposiciones decorativas y arquitectónicas o la tranquilidad de madrugada de un paisaje de la periferia urbana.
Refuerzan que sí, que todo gesto olvidable puede ser registrado por la máquina. Pero la clara intencionalidad poético-lúdica que se observa en las imágenes de Martella conforma una selección nacida de un gesto nostálgico que actualiza la figura del fotógrafo callejero. El “detente, instante, eres tan hermoso” de Goethe desafía en su romanticismo a humanizar aquello que se pretende automático y totalizador.
Así aparecen juegos con la fotografía clásica como puede ser la captura que tiene el aire de una ventana empañada de Josef Sudek. Ésta es incluso capaz de darnos a imaginar algo tan etéreo y sensible como el aliento sobre el vidrio de un hombre agitado en el invierno de su granja. Asoma también la presencia de un posible artista anónimo que realiza una obra homenaje al artista de los grandes medios. Una de las capturas delata la existencia de una cámara de vigilancia fija sobre la tumba de Andrew Warhola y deja expuesto el sueño eterno de quien filmara una película de cinco horas del poeta John Giorno durmiendo. Se imagina uno la sonrisa bajo tierra del inventor de los quince minutos de fama televisivos, ahora gozando de una infinitud espacio-temporal en la web.
Emergen también paisajes con reminiscencia de postal y, por momentos, las capturas parecen fotografías amateurs o fragmentos de películas clase B o de autor. Se aproximan también al álbum familiar y a las impresiones de una cámara descartable. La delicadeza del archivo es resultado de una sensibilidad personal que se evidencia en cada elección y en cada asociación, contraponiéndose al origen mismo de las imágenes.
El recorte traza redes de registros subjetivos. Sobre el tiempo deshumanizante del registro electrónico, Martella impone en este ejercicio fotográfico una mirada reintegrada al cuerpo y con conciencia histórica. Cada captura atenta contra su soporte y su textura, producto de un mal uso intencionado, en el cual se realiza un agenciamiento de lo maquínico para destacar lo humano. De una sensación de agotamiento expresivo de la fotografía callejera, aflora esta práctica personal que resiste sensiblemente desde las sutilezas a la construcción paranoica del entorno.
Del mismo modo en que lo performático como máscara fue una reacción artística para evitar la exposición permanente a la cámara de vigilancia, la poetización de su imaginario revela las veladuras propias de sus mecanismos de representación. Se pervierte el sentido de su accesibilidad y las imágenes se vuelven especulares, apuntando la pregunta hacia ese creador que se creía oculto en la transparencia. Espeja ese ojo colectivo y su ceguera cotidiana para cuestionarlo. ¿A qué nos exponemos?
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El día es un atentado.
Nicolás Martella
2015 / 2016